Ayer, en una terraza, se sentaron a mi lado cuatro mujeres con una perra de tamaño pequeño.
La perra iba con un collar de descargas.
Le miré y me miró. Se levantó y con la cabeza ladeada me observó. Dejé mi mano colgando y se acercó a olfatearme. La mujer se preocupó y tensó la correa. Me dijo que tenía miedo a las personas y nunca se acercaba a nadie. Que ahora estaba mejor pero que seguía teniendo miedo. Me imaginé el cuadro. Perra que ladra a personas con collar de descargas para corregirle aquello que no debe hacer. Expresar su malestar.
Y allí estaba, debajo de la mesa de una terraza, en medio de camareros que se «dirigían a ella» sin verla. En medio de sillas que se movían, de gente levantándose y sentándose. Sin posibilidad de huir ni expresarse. Invisible para todo el mundo.
Acompañada de una «referente» que seguramente le querrá pero que no le entiende.
Cada vez que pienso que no tienen otra opción más que la de convivir en manos de quien les toque siento miedo. Miedo al ponerme en su lugar y pensar cómo me podría estar sintiendo yo en una situación así.

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